sábado, 22 de noviembre de 2008

Despidiéndose de papá


Minutos previos a la medianoche del 31 de diciembre de 2000, después de verse obligado a reconocer que el mundo no llegaría a su fin, papá se acostó a esperar su muerte. Profundamente decepcionado, a partir de ese día desterró en un rincón de la biblioteca las profecías de Nostradamus y una serie de textos afines que repentinamente habían perdido su valor,
Pese a todo, las recidivas del instinto de supervivencia le jugaban a menudo, malas pasadas. Solían acarrearle de un matasano a otro con la perenne promesa de una buena micción matinal. Papá se echaba a morir pasadas las 21 horas y, para su decepción, despertaba temprano para luego dirigirse al baño y comprobar, en carne propia, que su próstata seguía allí incólume; no había esfuerzo alguno que la persuadiese de emitir algo más que unas pocas gotas turbias. Papá regresaba a la cama exasperado y sólo la promesa del desayuno era capaz de reconfortarlo. En algunas temporadas de desesperación intentó no darle a su organismo aquello que le daba problemas pero la amenaza de deshidratación y un repentino empeoramiento lo forzaron a desistir.
A lo largo de estos años papá ha muerto de todas las enfermedades posibles, de las cuales el cáncer y las cardiopatías han contado con su especial preferencia. Mientras mamá se afana en el jardín o pinta de magnolia crema las paredes de la sala de estar, papá sufre los estragos de latidos desbocados o escucha el cuchicheo clandestino de las células de su próstata, que se invitan a mutar malignamente sin consideración alguna por quien les ha prestado abrigo tan amablemente y por tanto tiempo.
Resulta contradictorio, pero a pesar de esperar la muerte con ahínco, papá se pavonea cada vez que sube un grado en la escala del tiempo. Los ochenta fueron recibidos con orgullo digno de mejores causas, pero sospecho que los noventa tirarían la casa por la ventana; después de todo, sólo le faltan seis.
De este sopor mortuorio, papá emerge a diario para demostrarle al mundo que los crucigramas no tienen secretos para él. Después de corregir los amagos de aficionada de mamá los acaba en segundos para regresar a su rutina depresiva. Aunque no lo reconozca, siempre lee la prensa de cabo a rabo y está totalmente al día de lo que ocurre en el mundo con la secreta esperanza de una buena pelea en defensa del General y sus adláteres. El hecho de que su ídolo sea hace largos años polvo y ceniza, no parece afectar su convicción de que sólo el extremo liberalismo salvará el mundo. Contradictorio para el hijo de una madre soltera que no llegó más allá de una jubilación de empleado fiscal.
Preocupada por el devenir de sus horas muertas, le invité repetidamente a explorar los secretos –si los tiene- del sudoku, pero papá rechazó la idea con indignación. Demasiado fácil, alguna vez lo probó y lo resolvió en segundos por lo que ha perdido todo interés en ellos. Me guardo bien de confesarle que pierdo mis horas muertas en la resolución de alguno más tozudo que de ordinario y que, definitivamente, algunos nunca se revelaron ante mí. ¡Qué pensaría papá!
Cuando aún era pequeña, papá solía llevarme en brazos hasta el taxi que nos llevaba al hospital de madrugada. Seguramente esperaba somnoliento y cansado en la sala de guardia mientras me aplicaban oxígeno y me inyectaban aminofilina. A mis quince años, papá bajó la larga escalera con tanta dificultad que no pude dejar de notarlo. Era indiscutible que pese al asma y los tratamientos naturistas, yo había crecido.
Asomada a la ventanilla abierta de par en par, el viaje al hospital se eternizó por mi nula capacidad de insuflar aire en mis pulmones. Mis privilegios de cliente frecuente permitieron que se me atendiese con rapidez y mientras aspiraba oxígeno suficiente para embriagar a cualquiera, medité sobre el asunto. No me sentía destinada a ser enferma y pasar el resto de mis noches ahogada sobre un almohadón húmedo me parecía una perspectiva muy poco atractiva. Aún no se qué fue lo que ayudó a decidirme, si los baños de piernas alternadamente helados o calientes o los monólogos con que papá intentaba convencerme de que la disnea era producto de mi debilidad mental, pero a partir de ese día rasguñé cuanto bolsillo tenía a mi alcance para pagarme el tedral o la prednisona que me permitirían llevar la vida de cualquier hijo de vecino. Papá y mamá, hartos de problema filiales, aceptaron sin cuestionamientos mi repentina mejoría, alternada por uno que otro episodio de pobreza absoluta que me remitía esa misma noche de regreso al hospital. Papá nunca quiso aceptar la idea de que la medicamentación previa resultaba vital para la prevención de la crisis asmática.
Ahora, ya decidido a morir y habiéndose despedido en varias ocasiones por vía telefónica o personal, papá insiste en sus viejas creencia y arrincona de vez en cuando sus medicamentos en el fondo de la mesilla de noche. Sólo la reaparición de los molestos síntomas de su prolongada agonía le obligan a retomarlos. Pocas cosas le han sido a papá más perjudiciales que las convicciones impuestas por el libro de terapias naturales de don Manuel Lezaeta Acharán con que atormentó mi niñez. El hecho de que mi asma continúe tan firme como entonces no logra convencerlo de la inutilidad de sus esfuerzos, aún así, papá descree firmemente de los beneficios de la alopatía.
Aprovechándose de mis temporadas de invalidez infantil, papá me leía los cuentos en que volcaba sus sufrimientos de marido ofendido. Yo me esforzaba por comprenderlo y reconocía en él a un creador de fuste, un talento extraviado en la medianía provinciana que alguna vez la fortuna debería por fuerza reconocer. Después de todo, ¿por qué no corresponder al entusiasmo conque papá celebró mis primeros adefesios poéticos al punto de agredir con su lectura al pobre Salvador Reyes? ¿Por qué no retribuír la lealtad de conservar mi primer cuento premiado por la Revista del Liceo de Niñas durante más de cuarenta años? Cuando papá se instaló a esperar la muerte volvió sus ojos a la literatura en uno de sus múltiples raptos de rebeldía y me dio a leer sus pinitos mientras esperaba, bien pegado a mí, la opinión de una lectora empedernida. Interesantísimo, reconocí, tienes una experiencia tremenda sobre el tema, no crees, sin embargo, que debieras agilizar el estilo, modernizarlo un poco, evitar descripciones. Y rematé con todas esas zarandajas que uno considera criteriosas. Esa misma tarde, papá abandonó la novela de sus años mozos por un diccionario sobre la mitología, imperdible apoyo para puzleros irredentos. Mi carrera como crítico literario había terminado.
Papá, que fuera un hombre guapo y ligeramente vanidoso, caballero que desperdiciaba fácilmente una hora en el cuarto de baño sumando duchas, abluciones, baños en agua de colonia y desodorantes varios, es hoy un anciano hermoso de cabello nevado, que se empecina en no ser comida de gusanos por intercesión del ayuno, gracias al cual se ve tan delgado como si ya estuviera envuelto en su sudario cuando se arrebuja en las cobijas intentando descifar las palabras que una sordera creciente le distorsiona. Últimamente, conocedora de sus vicios, le proporciono lectura. Las aventuras del guardiamarina Hornblower, héroe naval de papel que no le va en zaga a Horacio Nelson, han estremecido su corazón de viejo Hermano de la Costa. El hecho de que yo sólo comprase los dos primeros libros no le da consuelo y no pierde ocasión de lamentarse por la falta de los siguientes episodios y la precaria originalidad de nuestro medio librero. Mientras, espera ilusionado que alguno de sus conocidos se aventure en Buenos Aires por los pasillos de la Librería Atenea donde los descubrí. Cuando papá habla de jarcias, drizas y demases suelo recordar esa tarde cuando, olvidado de la amenaza asmática, me sacó a navegar en el Guaira. Recuerdo como si fuera hoy la repentina sensación de libertad del viento acariciando mi rostro y el suave murmullo del mar contra la quilla cuando el velero escoraba para agarrarse de la brisa.
Dado que el guardiamarina Hornblower nos niega su visita, nunca se qué regalarle a papá. Recordando sus viejas pasiones encontré para él Las Cartas de Jesús creyendo haber dado en el clavo. Una semana después de Navidad, papá me llama singularmente ofendido. Me reclama la boleta, si alguna vez la tuve, para cambiarlo por otro título que no ofenda sus creencias religiosas. Considerando que papá fue la persona que quiso hacer de mí fiel creyente en el Gran Arquitecto y que uno de sus amigos me recogió en su auto y me vendó los ojos para llevarme al lugar secreto donde sería iniciada en los misterios de los jóvenes masónicos, me siento relativamente agraviada, pero condesciendo, buscaré la boleta, miento. Otra pasada por la librería me hace emerger con una nueva dosis de su amado Deepak Chopra y, compadecida por los estragos que la vejez y la larga espera han infligido sobre papá, incluyo a Jeffrey Archer, que seguramente le proporcionará algo de humor por un par de horas. Como era de esperar, papá comienza por los trucos indios, porque solamente dos días después me llama emocionado.
Papá quiere saberlo todo de Jeffrey Archer. Qué cómo lo he descubierto, qué si lo había leído antes, qué otros títulos se pueden hallar en el mercado. Singular emoción le embarga al conocer las experiencias carcelarias del susodicho. Su carrera parlamentaria no le parece tan admirable; después de todo, a pesar de haber sido alguna vez un escasamente votado candidato a regidor por el Partido Radical -no precisamente aquel de la vertiente allendista-, papá tiene una pésima opinión de los integrantes de ambas cámaras, imagen forjada a base de la más preclara admiración por los miembros de la Junta que los reemplazaran sin grandes cuestionamientos.
De un tiempo a esta parte, papá se cree víctima del delirio, quién sabe qué será mañana, todo depende de su última lectura o de la programación de Discovery Health e Infinito. La multiplicidad de investigaciones científicas da pábulo para todo tipo de especulaciones de su parte y permiten que papá sufra de enfermedades que ni siquiera han tenido el privilegio de ser registradas por la ciencia médica, todas ellas mucho más atractivas que una vulgar hipertrofia prostática. Es de suponer que, cualquiera de ellas sea la que está sufriendo hoy, será Reginald, su wire hair regalón, quien se tumbará sobre sus piernas para ayudarlo a sentir.
Reggie, hijo de mi Georgina, lo adoptó el día que papá, desesperado por la falta de atención del mundo sobre sus problemas personales, decidió por primera y única vez, dormir en el sofá en vez de compartir lecho con su mujer de toda la vida, salvo excepciones inclasificables. Con su elección, Reggie dejó bien sentados su absoluto machismo y el sentido de la compasión que caracterizan a su raza. Fue una jugada maestra, la noche siguiente ya tenía asegurado, de por vida, su lugar a los pies de la cama matrimonial.
Mientras papá tiene la certeza de que el año 2012 y, tal como auguraron los mayas, Chile se convertirá en la salida al mar de Argentina, yo no se qué esperar del futuro. De tanto aguardar por la muerte de papá he llegado a pensar que ese día no llegará nunca. Seguramente él se las arreglará para retrasarlo con su diaria dosis de rosario y oraciones surtidas. Quién iba a pensarlo, especialmente una, que lo conoció en sus viejos tiempos, con la terrorífica correa en su mano derecha mientras nosotros, el semillerío de maldad, arrancábamos a lo que daban nuestros piernas. O encerrado en la sala con su grupo de leales a Capablanca, mientras el resto del mundo, viles mortales, nos desplazábamos en punta de pies para no perturbar sus jugadas maestras o, infantiles proscritos después de todo, reptábamos silenciosos para levantar una esquina del visillo que nos permitiera una vista del paraíso del ajedrecista fumador.
Hoy, perdido todo respeto, extraviados en su largo camino los privilegios de la juventud y la masculinidad, mamá y mi hermana menor lo retan como a un niño pequeño e intentan alimentarlo con papillas insaboras más apropiadas para un lactante. Sólo sus hijos hombres, reflejados en el futuro de su espejo, le conceden de vez en cuando el placer de una discusión como la gente, de una rabieta como se debe.
Yo hago como Piero, lo miro desde lejos y pienso si tendré la suerte de cerrarle los ojos y heredar su apolillada saga de Lanny Budd que siempre le envidié.

martes, 25 de marzo de 2008

La Gringa en 525 líneas


La Gringa siempre tuvo todos los atributos para ser la prima mayor favorita de cualquier niño. Deslumbrante, exótica y coqueta; narradora infatigable de las más insólitas historias, viajera sempiterna que en las ocasiones más inesperadas arribaba al aeropuerto cargada de regalos y sonrisas, desde cualquier punto del globo.
Yo tenía unos cinco años la primera vez que la Gringa regresó de Estados Unidos y tuve el honor de integrar la comitiva de recepción; recuerdo con claridad a mi padre enfundado en su terno de las grandes ocasiones, mi madre de guantes y sombrero y mi hermano y yo, peinados a la gomina e incómodamente decorados con una pajarita de seda carmesí.
La Gringa descendió del avión encaramada en unos interminables tacones de charol rojo que proporcionaban tintes sangrientos a sus pies alabastrinos. El mismísimo piloto la escoltó hasta donde la aguardaba su afortunada familia nortina, lamentando a ojos vista la ausencia de una capa que impidiera a esos lindos piececitos pisar tan bastardo suelo. La piel de la Gringa, blanca y sonrosada, parecía relucir enmarcada por otro de aquellos vestidos de color pastel que coleccionaba por docenas y la larga cabellera crespa era un nido de serpientes amarillas apenas atrapadas por su sombrero florido.
Ella aceptó su adoración como si se tratara de uno más de los pequeños inconvenientes que la belleza endilga a las gentiles damiselas que la padecen y se nos echó encima a punta de besos y abrazos que imprimieron corazones de lápiz labial en nuestras frentes infantiles. Una nube de perfume francés nos arrebató el sentido común y el aburrimiento como por arte de magia; regresamos a casa en un taxi que tenía el baúl rebosante de maletas, paquetes y bolsos.
- Dejen tranquila a la pobre Millicent.- Decía mamá.
Pero dejar tranquila a la prima Millicent era lo último que queríamos. Olía tan deliciosamente la Gringa; a algodón de azúcar, cuero flamante y botones de rosa, a seda de la China y especias de Madagascar. Nosotros queríamos absorberlo todo: el oro delicado de sus pecas, el piquet almidonado de su chaqueta, la albura primigenia de sus guantes y la cremosa frescura de sus aros de perlas. La Gringa estaba en su salsa, los admiradores, cualquiera fuese su edad, eran su especialidad.
- No te preocupes, tía Silvia, si son tan amorosos.- Y su risa volaba por el aire con reminiscencias de plata y cristal, deleitando nuestros oídos.
Cuando llegamos a casa asaltamos su maleta con el ansia que sólo dos hermanos de cinco y cuatro años pueden hacerlo. Mi madre se extasiaba con la infinita variedad de poleras y pantaloncillos cortos que la Gringa nos trajese de Miami; Peter y yo abrazábamos con ansias el avión de pasajeros y el gran tren a cuerda de relucientes colores con que la prima Millicent acababa de comprar nuestra lealtad eterna y le dábamos el bajo a cuanto chocolate cayese en nuestras manos. La Gringa pasó la tarde probándose sus nuevos vestidos y modelando para nosotros la última moda de Londres y New York, desfilando por el medio del salón con porte de reina y sandalias de tiritas multicolores. La familia entera caía rendida a sus pies cada vez que la Gringa giraba arremolinando los infinitos pliegues de encaje de su enagua can-can.
Poco antes de marcharse, la Gringa nos invitó a conocer el Club de Yates.
- No hay mejor lugar para nadar.- Nos aseguró.
Y cuando nosotros estuvimos listos con nuestras tenidas de verano, la Gringa apareció ataviada con una blusa de escote histórico y un minúsculo y atrevido short color verdemar; le dernier cri en Miami Beach, nos aseguró atando las cintas del sombrero bajo su barbilla de porcelana, bien empinada en sus sandalias doradas.
Caminamos lentamente bajo la abrasadora luz de enero por la calle principal, hasta llegar a la plaza. El sol achicharraba las baldosas desteñidas por la sal y las bouganvillias gritaban su esplendor descolgándose de las jardineras; media docena de jotes dormía la siesta encaramada en las copas de las palmeras sedientas. La prima Millicent atravesaba lentamente la plaza, que se despabilaba estupefacta de su modorra para disfrutar el meneo de sirena de sus caderas y la música incitante de sus tacones sobre las losas. Los taxistas que se aburrían en espera de que la ciudad despertara de la siesta giraron en ciento ochenta grados, marionetas de carne y hueso jaladas por una mano invisible; dos jubilados, que aburridos chismorreaban a la sombra de la glorieta, enmudecieron como la imagen repentinamente congelada por una máquina fotográfica de cajón y el lustrabotas inválido quedó con la lengua suspendida en el aire mientras el barquillo de helado que tenía en su mano derecha se derretía lentamente sobre sus rodillas. Peter y yo, apabullados, íbamos tras los pasos de esa diosa mítica, desmesurada y felina, de caderas cimbrantes como puente en el vacío. Su voz nos llegaba desde el inalcanzable Olimpo de sus ciento setenta y cinco centímetros de carne tersa y rozagante y cuando alzábamos los ojos deslumbrados caíamos extasiados ante la nariz perlada de diminutas gotas de sudor y la piel perfumada de nardos y rosas.
La Gringa continuó su camino exhibiendo sus veinticinco años de curvas sonrosadas; nosotros, tratando ingenuamente de pasar inadvertidos a los ojos asombrados que escoltaron nuestro recorrido. No hubo hombre que no se diese vuelta a mirarla con la boca abierta; la prima Millicent sonreía dichosa y seguía su paseo triunfal; pisoteando sin piedad el ego de las mujeres escandalizadas por su pantaloncillo y el reguero de baba que dejaban los hombres, sin reparar siquiera en los comentarios levantados por su paseo.
Casi entrando en el puerto, un vehículo naval frenó violentamente para cedernos el paso, tras él, un chirrido de frenos delató la presencia de otro que había estado a punto de incrustársele en el parachoques trasero. Cruzamos la calle entre un coro de silbidos y piropos que hubieran dejado apabullada hasta a la Sarita Montiel; la Gringa como si nada; los suspiros resbalaban sobre ella en tanto continuábamos nuestro recorrido por el malecón.
La sede del Club de Yates emergía pacíficamente sobre la bahía cuando llegamos al embarcadero. La nuestra era una ciudad de tercera categoría; una media docena de embarcaciones languidecía, a lo más, en la aburrida faena de cargar salitre y los tres yates del club dormitaban su siesta eterna amarrados de los pilotes oxidados. La Gringa se plantó en el muelle y agitó su pañuelo multicolor. No habían pasado dos segundos y ya el bote que se encargaba de trasladar a los socios hasta la casa flotante había soltado sus amarras para venir a nuestro encuentro. Gómez, un campeón de natación retirado que fungía de cuidador, remaba orgullosamente exhibiendo los bíceps tostados por el sol tropical y una sonrisa de anuncio comercial. El suave vientecillo de la tarde venía desde mar adentro rizando la superficie esmeralda de las aguas y refrescando nuestra piel castigada por el sol. Pocos minutos después, el bote de Gómez atracaba ante la escalerilla.
- Buenas tardes, señorita.- Dijo Gómez.- En qué puedo servirla.
- Lléveme al Club.- Ordenó la gringa metiéndose en el bote como una maharani en su propio palanquín. Nosotros la seguimos como una sombra.
- Pero, ¿ es usted socia, señorita? - preguntó Gómez con pesarosa amabilidad.
-¿Socia, yo? ¿Acaso no sabe usted que está hablando con Millicent McIntosh? - Repuso ella con indignación. - ¡Mi tío fundó este Club! ¡Habráse visto insolencia!
Y poniendo de esta manera a Gómez en su lugar se sentó con aires de reina ofendida y no volvió a dirigirle la palabra hasta que éste la dejó ante la plataforma del club. Entonces, con gentil displicencia, extendió su mano para que alguno de los socios la ayudase a bajar y alargó el metro y veinte de su pierna derecha dejando boquiabierto a todo el público masculino. Media docena de caballeros se atropelló para acudir en su auxilio y la escoltó por el club mostrándole todos sus rincones; los yates y sus velámenes, los salvavidas, la yola con que ganaran el campeonato de remo del año 48 y el mesón cubierto de delicias que aguardaba la hora del té. Dimos nuestra vuelta olímpica entre las miradas furibundas de algunas damas devoradas por la envidia, que afilaban sus uñas a la espera de volver a encontrarse cara a cara con sus mariditos en la soledad de sus hogares.
No hubo caballero que no estuviese de acuerdo con la filosofía de la prima Millicent: ¡Qué honor, recibir a la sobrina del augusto fundador! ¡Qué suerte, contar con tan encantadora visita! ¡Lástima grande que no los hubiese visitado antes!
La prima Millicent les concedía el privilegio de atenderla mientras les ponía al tanto de la triste muerte del tío Edward -hermano mayor de nuestros padres- en la primera guerra mundial; motivo, evidentemente, de su prolongada ausencia. Los socios manifestaban aparatosamente su pesar por los hechos ocurridos apenas cuarenta años atrás y hacían planes para gestionar el reemplazo del inestimable fundador por su adorable sobrina en cuánto ella lo considerase conveniente. Mi hermano y yo, olvidados en un rincón, nos atiborrábamos con las fuentes de pastelillos y canapés que languidecían olvidados sobre la mesa.
El inolvidable paseo al Club cerró gloriosamente su gira por las tierras ancestrales. A la Gringa no se la veía muy a menudo. Entre que partía para New York o regresaba de Europa coincidimos un verano en la casa de sus padres; un hermoso chalet inglés sito a la entrada de Agua Santa que el tío Charlie comprase cuando dejó el trabajo en las salitreras. Mi hermano y yo comprobamos con tristeza que ya no resultábamos parte indispensable de su cortejo; la prima Millicent pasaba ahora gran parte del día ante el espejo para estar en condiciones de recibir a su flamante novio; el gerente inglés de la Colgate que se apeaba de su Oldsmobile último modelo para agredirnos con su metro noventa de músculos coronados por una cabeza de dios griego de rubios cabellos. A veces nos llevaban a pasear por la Avenida Perú y Millicent se colgaba coquetamente del brazo de Graham para disfrutar con las miradas envidiosas de cuánta fémina se cruzase con ellos.
Contra todo lo esperado, el romance no prosperó. Graham regresó a Inglaterra y al poco tiempo la Gringa lo reemplazó con otro inglés que agregaba a su curriculum su eficiencia en besar el suelo que ella pisaba. Alto, buenmozo, pero algo desgarbado, Alistair era un intelectual amante de la vida al aire libre y las excursiones. La Gringa solía quejarse amargamente de su manía de recorrer el litoral o agotarse escalando la cordillera; actividades ambas que, por desgracia, solían efectuarse sin público alguno que apreciase el tremendo esfuerzo que ella desplegaba para seguir las zancadas de setenta centímetros de su ferviente enamorado. Además, era un hecho que la prima Millicent no había nacido para las zapatillas de lona y los pantalones; lo suyo, bien lo sabíamos nosotros, estaba en los trajes de shantung y las sandalias de cuero italiano. Nada de morrales mientras existiesen las carteras, las pulseras de oro y los collares de perlas.
Hombre perceptivo, al fin, Alistair terminó por notar lo muy abajo que figuraba en las expectativas de nuestra prima y se adaptó durante un buen tiempo a las chaquetas de buen corte, las corbatas de seda y los cócteles en el casino. La Gringa trató incluso de enseñarle bridge, pero él prefería adorarla desde lejos mientras ella jugaba sus triunfos sin dignarse mirarlo. Pero Alistair no se resignaba a olvidar sus antiguos placeres y muy a menudo prefería esconderse en el escritorio del tío Charlie para hojear viejos libros sobre exploradores y aventureros con una mirada de nostalgia. Comprendimos que estaba perdido el día que apareció a buscarla para una excursión por La Campana; la Gringa lo miró fríamente y le dijo sin asomo de compasión:
- Lo siento, Alistair, hoy juego canasta donde la Bonny Rawlings.
Y se pasó la tarde pintándose las uñas y mordisqueando los chocolates suizos que un ingeniero norteamericano le había traído en su última pasada por Viña del Mar.
Después de la muerte del tío Charlie, las relaciones entre nuestras familias se enfriaron ostensiblemente. De vez en cuando sabíamos, por otros parientes, que la Gringa se había ido definitivamente a New York, donde trabajaba como secretaria del embajador argentino ganando un sueldazo que le permitía vacaciones en Europa todos los veranos. Más o menos cada dos años, anunciaba matrimonio con algún anglosajón de billetera bien provista, pero por una u otra razón dichos noviazgos se iban apagando hasta deshacerse del todo, a pesar de que la prima Millicent seguía tan deslumbrante y exótica como a los veinte.
Después de años de distanciamiento, la volví a ver cuando ya había doblado la trágica cifra del medio siglo; no puedo negarlo, la Gringa se veía exactamente igual que antes: estupenda, elegante, segura de sí, avasalladora y regia. Lo único malo es que seguía hablando hasta por los codos, tal y como lo hacía cuando yo tenía cinco años. De alguna manera supo que yo trabajaba en una compañía norteamericana y de vez en cuando aparecía buscando a su primito y ponía la oficina de cabeza hasta dar conmigo. Se había jubilado prematuramente a causa de la vejez de su madre y vivía de las rentas proporcionadas por un par de departamentos comprados con el dinero que le quedó después de dar la vuelta al mundo. Al menos, la plata le alcanzaba justo para viajar cada seis meses al país del norte, requisito esencial para no perder la ciudadanía; pero la Gringa penaba por Europa, que se le había puesto tan inalcanzable después de que el dólar se arrancase hasta las nubes el año 82.
Y no volví a verla hasta que a los españoles se les ocurrió poner orden de detención sobre el general y a la televisión le dio por volverse loca mostrando las manifestaciones a favor del susodicho; yo solía entretenerme viendo, entre una que otra gorda de población, a las viejas estiradas que les pagaban el pasaje. Free, free, free Pinochet, gritaban las manifestantes y los bobbies miraban para otro lado con cara de aburridos mientras los periodistas enviados por la tevé nacional chapurreaban preguntas básicas en su inglés de colegiales y asustaban a los espectadores augurando las penas del infierno si el caballero tenía la ocurrencia de despacharse en el extranjero.
Y en eso, en medio de un travelling sobre los rostros vociferantes de las dulces ancianitas, la cámara resbaló distraídamente sobre las facciones de la prima Millicent y, con el favor de Dios y la televisión satelital, su imagen apareció en medio de mi dormitorio a eso de las once con treinta ante meridiano de un día soleado de setiembre.
La prima Millicent se había quedado algo a trasmano; después de todo, pensé, esas ordinarieces no iban para nada con su carácter, por muy derechista que fuera. Por primera vez en mi vida tenía la ocasión de ver a la Gringa tratando de pasar inadvertida; el tenue sol otoñal de Bow Street calentaba sus huesos británicos en medio de una veintena de banderitas chilenas, mantas de Doñihue, sombreritos de huaso y afiches con la foto del Tata en tecnicolor. Después de todo, me pareció oírle decir, Londres siempre vale la pena en Septiembre.

Elipsis


-Muerto el perro, se acabó la rabia.- Sentenció el teniente.
Haciendo gala de su agilidad, se encaramó en el cuerpo que tenía más cercano y fue de un lado a otro pisoteando los torsos ensangrentados, los brazos torcidos, las camisas agujereadas por los balazos. Los bototos del teniente se clavaron en las costillas de Uribe. Uribe dejó su cuerpo absolutamente lacio, como si colgara en el último vacío, y clavó los ojos yertos en la espalda perforada del Monito Lozano, tendido medio metro más allá, tratando de que su respiración fuera imperceptible.
-Tírenlos al mar.
Ninguna emoción en la voz. El teniente bajó de su improvisada tarima y arrastró los bototos sobre la tierra para limpiarles la suela. Los pelados habían empezado a tironear los cuerpos hacia la barranca, dejando profundos surcos impresos en el suelo. Aún desde su postura incómoda y retorcida, Uribe pudo notar que el hombre caído sobre su espalda emitía un débil estertor. El conscripto que en ese momento agarraba las piernas del agonizante hizo amago de detenerse, pero después de dudar un segundo, tiró de él. Con la nariz clavada en la tierra, más que oír, Uribe presintió la llegada del moribundo al borde, el último empujón y los tumbos del cuerpo en la ladera del cerro. Otros bultos chapoteaban en las olas. Aguzó el oído tratando de adivinar cuántos habrían caído.
Un tirón brutal de su brazo izquierdo lo puso en movimiento. Como monigote destartalado, Uribe reptó bajó el sol jalado por un conscripto anónimo. Uno, dos, tres, cuatro segundos. Aprovechaba los bandazos para respirar. Repentinamente, su brazo quedó libre y cayó como peso muerto; las aristas de una piedra lo hirieron en el codo. Con la mejilla ensangrentada por la aspereza del terreno, aguantó la respiración. A través del sol inclemente, percibió la humedad salobre proveniente de la playa. Ahora, el conscripto le encajaba las manos en las costillas, pero no podía moverlo.
-P'tas el huevón pesa'o.
Lo pateó hasta la orilla. Una cuchillada de luz le advirtió que estaba de cara al sol. Una patada más, otra. Resolana y sombra. La última lo empujó sobre la escarpa y mientras caía girando en el vacío, con la boca muda abierta a la nada, Uribe no pudo pensar en otra cosa que la espalda agujereada del Monito Lozano y la muerte que los aguardaba a ambos allá abajo, apenas a tres kilómetros de la carretera panamericana.

Cada vez que se encuentra con el secretario general, Uribe no puede sino sorprenderse por la vocecilla meliflua y feminoide que los años de bonanza han impreso en sus cuerdas vocales. Cuando lo mira de frente, le parece estar viendo el bigotazo que antes le decoraba el labio superior, sacrificado en aras de una hipotética imagen juvenil. ¿Qué edad tendrá el secretario, cincuenta y seis, cincuenta y ocho? Hace largo tiempo que sólo verlo le disgusta. "El seis de octubre se canoniza al beato José María" comenta el secretario general. Las palabras, como cancioncilla barata, se quedan pegadas en su cerebro por más que trate de erradicarlas. "El tour del beato José María..." Todos vamos a ser santos, porque si ese huevón puede ser santo, nosotros también. Poca gente en el ampliado. En posición preferencial, divisa a la cúpula partidaria y un puñado de pelagatos acosándoles con zalemas y sonrisas. "Se espera que llegue Su Excelencia"... Las mujeres se apuestan en la entrada como calcetineras a la caza de autógrafos. "Que llega Su Excelencia"; el secretario general del partido intercambia sonrisas con algunos parlamentarios, que se acaban de bajar de sus autos con chófer. "Estamos a la espera", se ufana el secretario general, pero claro, eso es exactamente lo mismo que se ha dicho durante los últimos tres años, veinticuatro horas antes de que la Secretaría General de Gobierno comunique a la prensa que Su Excelencia es el presidente de todos, servidor de la Patria y no de algún partido en particular.

Bajo su cuerpo, la superficie del mar se fractura con un restallido. Un metro, dos, tres. Ha olvidado cerrar la boca y el agua le entra a borbotones. Se ahoga. Reacciona, se hunde profundamente y la cierra por instinto. La temperatura más baja despierta las heridas. Todo su cuerpo arde y los ojos se le ciegan. Aguanta la respiración y la tos producida por la sal. Por sobre el bramido del oleaje, una veintena de trallazos rasga la superficie del mar. Las balas se entrecruzan a su alrededor. Seguramente notaron las burbujas producidas por el moribundo y ametrallan las olas. Más despierto que nunca, Uribe bucea hacia el sur sumergiéndose con rapidez.
Desesperado por la asfixia, sale a respirar escondido entre las rocas y las matas de huiro. Allá en la costa, los conscriptos se entretienen disparando a los jotes y las gaviotas que se abalanzan sobre los cuerpos que todavía flotan. Esconde la cabeza entre las algas. Está exhausto; nota que ha seguido respirando a medias para no ser percibido. "Qué idiota". Respira hondo, tragando agua, sal, mocos y sangre. Las ametralladoras callan; se escuchan algunos gritos ahogados por el viento, órdenes, el motor del camión se enciende. Mientras se aleja, los conscriptos entonan un canto con ritmo de marcha. Las primeras gaviotas, tímidas, regresan y practican picados sobre los cuerpos que van de un lado a otro encallándose en las rocas, derivando hacia las rompientes, paseando su indiferencia antes de hundirse del todo. Chillan, picotean. Los jotes graznan su derecho a pernada. El agua corre tibia por su cara. Comprende que está llorando.

Los ojos de Uribe se detienen en el presidente reelegido por consenso, de pie en la testera practicando sus mejores sonrisas para los chicos de la prensa. Alguien ha tenido el mal gusto de poner una grabación de la Internacional y el secretario general, descompuesto, emite agrias órdenes para que se le desconecte a la brevedad. La plana mayor del partido, toda ella extraída directamente de los cuadros selectos del exilio europeo, intercambia abrazos y sobadas de espalda. Se respira satisfacción. Ternos de casimir a la medida, camisas de popelina, inglesas o italianas. "Europa refina", piensa. Cuesta imaginar al presidente, treinta años menos, bluejeans desteñidos, chaleco chilote. ¿De dónde habrá sacado el Rolex que ojea cada cinco minutos? Un buen número de militantes sin importancia se arremolina a su alrededor para felicitarlo y reiterarle que nunca dejaron de creer en el triunfo. "Es el triunfo del consenso", una vez más, el manido discurso del diputado Elorriaga; como que respira más tranquilo el diputado, seguramente este triunfo le asegura el cupo parlamentario que su reciente desaparición de las pantallas televisivas había puesto en entredicho.

Vencidos en toda la línea. Derrotados, aplastados, pateados, eliminados. Amparado en la oscuridad, Uribe se arrastra hacia la playa y se agazapa en ella sin aliento. Su pierna ya no sangra, pero ha adquirido una incómoda condición de lastre. Tampoco puede mover el brazo derecho. Al ponerse de pie, descubre aterrorizado el crujido de la conchuela bajo sus pasos. Se detiene y se saca los zapatos empapados, los anuda entre sí y se los cuelga del cuello. Los caracoles muertos se le incrustan en los pies. "Padre nuestro", se escucha musitar, "que estás en los cielos...que estás en los cielos..." ¿y si Dios se diera cuenta de que ha olvidado el resto? El Monito Lozano, ¿se sabría el Padrenuestro? Tan católico el Monito, encomendándose a Dios delante del pelotón, cayendo de rodillas frente a los pelados, que lo miraban sin ver mientras apretaban el arma contra sus costillas y barrían el grupo como si se tratara de patitos de feria. Ni tan cuidadosos los milicos. "Todavía respiro, todavía camino. ¡Derrotado, pero no muerto, mierda, y con toda la rabia del mundo!"

El diputado Camacho, que intentó hasta último momento una candidatura alternativa a la presidencia del partido, ofrece su diestra al presidente reelecto. Sonrisa largamente ensayada, mirada ausente. "Logré mi cometido, expresa, la verdadera triunfadora es la democracia". Apenas el diputado se retira, el secretario general explica a la prensa que la democracia nunca ha estado en juego al interior del partido. "No hay que olvidar que nosotros luchamos para que el país pudiera elegir a sus representantes", remata frente a una muralla de micrófonos. Los cuadros juveniles ingresan en masa..."la alegría ya vieeene..." Desafinan. Uribe soporta a duras penas el aire enrarecido por el tabaco. "Café y galletas en la primera sala. Café y galletas..." Un tercio de la militancia se desplaza hacia allá. También a él lo seduce el aroma. No le vendría mal un café, siempre será más soportable que las imbecilidades del secretario general. Al otro lado de la sala, alcaldes de las comunas populares arrinconan al presidente reelecto para recordar con lujo de detalles su activa participación en la campaña. "Esta vez sí llegó Su Excelencia". Nerviosismo. Todas las miradas se dirigen a la entrada para observar la llegada del senador Machuca. Caluroso aplauso. El senador saluda con la izquierda en alto y casi al mismo tiempo rechaza un vaso plástico de café. "Cómo se les ocurre..." el secretario general exige una taza. "De té", acota el senador, palmoteando con su derecha el hombro del secretario general.

El sol cae de plano sobre la pampa. Los jotes sobrevuelan diez metros por encima de su cabeza. Quizás las gaviotas no dejaron suficiente. El Monito, por ejemplo, esmirriado y nervioso como era, poco puede haber aportado. Él mismo habría sido el primero en reírse de ello. El fuego que emana de la tierra resecó los zapatos, que se han apretado y le llagan los pies. La imagen del Monito, cayendo de rodillas con la boca abierta, viene y va en sucesivas oleadas. ¿Cuántos habrán sido, doce, quince? ¿Hubo alguna razón para que terminaran al pie de la barranca? "El Monito Lozano murió porque nos atrevimos a meter la mano en el bolsillo de los ricos". Aquí no corre la ley, ni siquiera la del Talión: siempre se paga con la cabeza. También Uribe cae de rodillas, las piedras se le clavan implacables. El llanto lo agarra de golpe y lo estremece una y otra vez, siempre en silencio. Se cubre la cara con las manos. "Tengo miedo, no puedo hacer ruido". Textiles: cincuenta muertos, pesqueras: quince, cervecerías unidas: dieciocho, universidades... "¿Cuántos Monitos habrán pagado con su vida estas últimas dos semanas?" No soporta el dolor en las rodillas, muerde el polvo; el llanto y la saliva dibujan un círculo debajo de sus ojos. Bando número treinta: las siguientes personas deben presentarse en la unidad militar más próxima a su domicilio...Uribe se muerde los labios hasta sentir el dulzor de la sangre. "Todos murieron porque nos atrevimos a meter la mano en el bolsillo de los ricos... pero no nos atrevimos a levantar un arma contra ellos."

El tercer discurso se estira insoportable al filo de los veinte minutos. ..."creceremos con igualdad..." Necesita aire ..."en el umbral del tercer milenio..." Un ligero alboroto en la puerta resucita la esperanza en la llegada de Su Excelencia; alguien ha divisado la escolta presidencial..."sin perder de vista los ideales de siempre." El senador Navarro hace su ingreso en la sala; por unos segundos, el orador titubea. Algunos, pocos, aplausos tentativos. "Las bases del partido han cumplido una vez más". Uribe se escurre hacia los jardines sin que nadie parezca notarlo. "Última vez que trabajo por estos huevones", se miente casi por costumbre. "Al menos, le cerramos la puerta al payaso de la derecha", se consuela. Reporteros aburridos rebotan de puntillas en la escalinata para combatir la helada de junio. Uribe atraviesa los jardines del viejo Congreso esquivando los charcos y sale a la calle, ignorado por los pacos que dormitan la guardia y la multitud de inmigrantes peruanos que se arracima a los pies de la Catedral. "¿...Y a nuestros payasos, qué...?" Se interpela rabioso. Uno que otro microbús vacío circula hacia Independencia por la calle Bandera.
Un par de cuadras más allá, apoyado en las rejas del Templo de Santo Domingo, el mendigo que exhibe los restos de su pie izquierdo lo espera con la mano ya extendida. Él saca una moneda del bolsillo, el viejo canturrea con voz monocorde:
-Traaatannndo de conseguir una moneda para pagar la hospedería.

lunes, 21 de enero de 2008

El día que Jorge Luis Borges perdió el Nobel


El Chico Romo andaba como loco; cuatro horas perdió ese día por esperarlo en el aeropuerto. Y nada. Había tantos pacos que ni siquiera divisó al viejo, que cuando bajó del avión parecía un fantasma, con la cara empolvada y el traje oscuro hecho a la medida, tal y como lo meten a uno en el cajón. La comitiva lo sacó prácticamente en andas, todos sonriendo embobados y lamiendo el piso por delante de él. Hay que entenderlo, también. Ningún escritor serio iba a pasearse por Chile a tres años del golpe militar y mucho menos en compañía del Rector impuesto por la Junta, así que todos querían aprovechar la ocasión de pasar por cultos.
Eran las seis y media de la tarde y, de puro milagro, el Chico se dio cuenta de que los sapos andaban por todas partes y se fue para su casa. Amargado, el pobre, tantos años acarreando El Aleph en la mochila y justo cuando Borges estaba al alcance de su mano, una nube de tontons macoutes lo rodeaba.
- Mañana lo pillo solito.- Me aseguró esa noche cuando hicimos punto en el Parque Forestal. Yo le entregué los papeles que me habían llegado y unos pesos para que comprara cola de pegar. Había orden de encolar todos los candados de los negocios para provocar problemas al aparataje de la dictadura.
- Ándate con cuidado.- Le dije.- Yo reconocí a dos agentes en la comitiva y en la recepción de la Embajada van a tener una red, por si a algún gil se le ocurriera asilarse.
El Chico protestó calurosamente, jamás se le había pasado por la cabeza idea tan peregrina, me dijo, cómo se me ocurría a mí, que lo había visto desde el colegio con el Aleph bajo el brazo, pensar tal cosa. Un autógrafo, nada más, que el viejo le estampara la millonaria en la contratapa, y listo, ya podía el Chico Romo morirse satisfecho.
- No vís que está tan viejito, - me espetó antes de marcharse- capaz que se muera sin volver a Chile.
En eso tenía toda la razón. El viejo era más cadáver que nunca, con un par de ojos hueros hundidos en las cuencas y una mano temblona y artrítica engarfiada en el bastón. Puro seso; podía morirse en cualquier momento, pero no perdía ocasión de recordarnos que las neuronas todavía le bailaban.
- "El hecho de que aquí, como en mi patria y en Uruguay, se esté salvando la libertad y el orden..." - Se había atrevido a decir, junto con un montón de imbecilidades más.
Para qué quería libertad, el vejestorio, si no podía dar tres pasos sin ayuda. Y qué decir del orden. Yo creo que ni conocía la palabra caos y que se había venido a pasear por acá sin siquiera darle un vistazo al diario. Orden era lo que necesitábamos nosotros; que se ordenara el naipe, se fueran los milicos para su casa y volvieran los rectores de primera línea, los académicos verdaderos y un presidente elegido por el pueblo, en vez de que nos pasaran gato por liebre vistiendo al palurdo de civil.
Todo en las noticias era Borges, Borges y más Borges. De repente parecía como si todo Chile lo hubiese leído. Uno de los espíritus más preclaros del mundo contemporáneo, lo llamaban; manera elíptica de reemplazar el término conservador, que le sentaba como guante. Esa misma noche le hicieron una recepción en la Embajada Argentina; supongo que no se habrá podido caminar en el salón sin tropezarse entre tanto sable y alamar suelto por ahí. Y la televisión se solazaba en tanto traje de noche, tanto peinado enlacado, tanto coipo y tanta perla de las mujeres, que pasaban envueltas en estelas de Chanel N° 5. Borges, del brazo de una china flaca que podría haber sido su nieta, más inflado que palomo en celo con todos esos halagos de milicos que habían leído a la carrera sus cuentos tres días antes de que él llegara para no pasar por ignorantes.
Al día siguiente llamé al Chico desde un teléfono público de Irarrázaval con Pedro de Valdivia. Bien lejos de mi casa, por si acaso. No estaba, su mamá me dijo que andaba en lo del viejo otra vez. Parece que daba una conferencia de prensa en su hotel. La señora no quería más, ya veía a su nene del brazo con Jorge Luis Borges en el mismísimo Sheraton; siempre había sido bien tonta la vieja, yo no sé que pensaba que hacíamos nosotros. ¿Estudiar?
Lo llamé de nuevo a la hora de almuerzo. El Chico estaba en trance, se había pasado espiando todo desde una clínica vecina sin ponerle el ojo encima al vejete. A mí ya me tenía lleno con el asunto, dos días perdidos por culpa del lindo y sin saber qué cuentas dar en la reunión de célula. Lo subí y lo bajé y él me juró que recogería el cargo para entregárselo al compañero del próximo punto.
- Mañana te llaman para avisarte dónde te toca.- Le dije, bien enojado, y le corté antes de que detectaran la conversación.
El lunes veinte nos encontramos en el Pedagógico y nos pegamos un plantón de dos horas esperando a Borges, que venía a un diálogo con los alumnos en la Escuela de Periodismo. En mi vida había visto tanto estudiante de periodismo preocupado de minucias literarias. Expertos en estilo y ciencia-ficción, los cretinos. Yo también morí pollo, por supuesto, no se puede arriesgar el pellejo por cualquier tontera cuando se tienen responsabilidades que cumplir. A la salida, me acerqué al Chico, que andaba haciéndose el galán con una chiquilla de primero, y le dije para callado:
- ¿Te dieron el punto?
- Sí, - contestó en un susurro- para el miércoles. Tenemos que entregar todo lo que hemos preparado.
Y nos separamos al tiro, para que no nos fueran a rochar; el Pedagógico era una auténtica sucursal de los gorilas. Yo me fui a mi casa, almorcé tranquilo y pasé la tarde en el Cine Central con la Isabel. Ni me pregunten que exhibían. Nos pegamos tremendo atraque, porque hacía más de una semana que no nos veíamos; es tan rico olvidarse de las cosas desagradables, yo no quería pensar en el punto del miércoles ni en el peligro que implicaba. El Chico y yo nos habíamos pasado un mes juntando molotovs en nuestras casas y teníamos que entregárselas a un compadre que pasaría en una camioneta blanca por ellas. Tenía hasta el modelo, una Chevrolet 59. Los otros datos, hora y lugar, los tenía el Chico. Por si nos pillaban. La seguridad era lo que más nos metían, a cada rato.
Por esa misma razón, no llamé más al Chico. El martes me fui a clases y como salí temprano, pasé a la Biblioteca para conseguirme la Historia de Luis Alberto Sánchez para un trabajo que estaba haciendo. Ni luces del Chico, pero no me importó, porque ya todo estaba concertado. Estuve como hasta la una trabajando en eso y después tomé la Catedral- Manuel Montt para irme a la casa. Llegué cuando ya estaban almorzando y mi viejo estaba con un genio de los mil demonios, porque mi hermano le había hecho un medio raspón al tapabarros derecho del 125. Se pasó todo el almuerzo despotricando en contra de los irresponsables que no le han ganado a nadie y se creen grandes. Mi hermano y yo nos mascamos la rabia con las lentejas y el arroz y ya estábamos en el postre cuando a mi mamá le da por poner las noticias y ahí, detrasito de Borges en la Casa Central de la Universidad, estaba el Chico Romo, de cuello y corbata, saludando con el Aleph en la mano. Una edición más vieja y manoseada que la tía Carlina, que el chico guardaba como si fuera de oro puro.
- ¿No es ése tu amigo?- Preguntó mi vieja.
Y mi viejo se aprovechó al tiro del pánico. Ahí era donde debíamos estar, me dijo, aprendiendo de los profesores y los valientes soldados que se la jugaron para devolvernos la libertad. Que nunca se habría imaginado que el Chico fuera un muchacho tan culto y tan responsable, que ojalá aprendiera de él en vez de andar perdiendo el tiempo como un tonto; que el día menos pensado se iba a dejar caer por la Universidad para ver si estaba estudiando o no, porque cuando él era joven, uno se la pasaba de cabeza en los libros en vez de andar de un lado para otro, pololeando y bailoteando como un irresponsable.
Y detrás de su pelada el Chico me seguía haciendo señas con el Aleph, mientras Borges sacaba pecho y alargaba la oreja para escuchar a mi general Toro Dávila consagrándolo como Doctor Honoris Causa de la Universidad de Chile, tremendo honor. Yo no sé de donde habían sacado tantos chupamedias juntos; el locutor se llenaba la boca para decir que Borges era un puntal del pensamiento humanista cristiano de occidente, que estaba muy satisfecho de estar aquí, que él era enemigo del comunismo y eso no era ningún misterio, que como argentino, debía gratitud. Un caballero, y ése era él, no sacrificaba lo que pensaba por un premio y, que si de geografía se trataba, cualquier día de estos se lo daban - el Nobel, obviamente- a un escritor de Groenlandia. Todas estas perlas extractadas, al parecer, de su conferencia del día anterior.
Yo no quise ni pensar qué iban a decir los compañeros, con qué cara asomarme a la reunión después de haber llevado al Chico al grupo poniendo mi mano al fuego por él. A este huevón, pensé, se las voy a cantar claritas, a mí no me va a dejar en ridículo por lamerle el culo al cabrón de Borges. Porque el Chico había estado presente cuando debatimos sobre el provecho que le sacaría la dictadura a esta visita y se había comprometido a trabajar contra eso, igual que todos nosotros. Por suerte, pensé, los de la célula contacto no le han visto la cara y Dios quiera que no hayan visto las noticias de Canal Nacional.
Y en mala hora no las vieron, efectivamente. Ni lo que se vio, ni lo que no se vio, porque cuando el Chico salía de la Casa Central apretando el Aleph con la firma de Borges contra su corazón se acercaron tres gorilas de la Dina y lo agarraron de los brazos mientras lo empujaban hacia la calle Arturo Prat, donde lo metieron de un sólo empujón adentro de un auto sin patente, que tenía los vidrios polarizados. El Chico no sacó el habla, le tenían la cabeza aplastada contra el asiento y le presionaban una pistola contra la nuca. Debe haberse meado de miedo ahí mismo, el Chico, con lo maricón que era cuando jugábamos fútbol. Bastaba que lo tocaran para que el lindo se echara al suelo a retorcerse peor que centro delantero.
Pero de todo esto yo no tenía idea, porque me pasé la tarde estudiando, comí temprano y me fui a la cama al tiro, de puro nervioso que me tenía el punto del día siguiente.
Como a las nueve me llamó el Chico Romo. Estaba de lo más misterioso. Plaza Las Campanas, me dijo, miércoles, a las cero siete con treinta. Y cuando yo quise preguntarle sobre lo ocurrido en la Casa central me dijo que no tenía tiempo, que estaba apurado y que mañana nos veíamos, que no se me fuera a olvidar.
- A ti no más se te ocurre.- Le contesté yo, qué se creía este huevón; recién llegado a la célula y se atrevía a dudar de un militante antiguo, como yo. Ya me lo veía farsanteando porque se había atrevido a aparecerse en las narices mismas del poder universitario para saludar a Borges ¿Y en qué habían quedado las órdenes, ah? Mañana te las vai a ver conmigo, Chico'e mierda, me dije, y me quedé dormido como tronco.
Y desperté a las siete en punto, con tremendo sueño, y casi me voy de espaldas cuando veo el reloj. Llegué a saltar de la cama y no supe como me puse la ropa, partí al garaje y saqué las molotov que tenía escondidas debajo de los diarios viejos, las eché en el baúl del 125 y rajé antes de que me viera mi viejo. Después de todo, era una emergencia.
Subí hecho una bala por Irarrázaval y doblé por Tobalaba casi sin frenar; por suerte, a esa hora no pasan ni moscas. Eran las siete cuarenta y cinco cuando llegué a la Plaza Las Campanas.
Lo primero que vi, fue la Chevrolet 59, blanca. Estaba rodeada por tres autos sin patente y un camión militar que cerraba el paso hacia el sur. Al Chico lo tenían esposado y con una bolsa oscura en la cabeza, pero lo reconocí por su parka verde y el pantalón desteñido. Un civil con una metralleta en la mano me conminó a detenerme en una pequeña fila de vehículos que esperaba junto a la cuneta; algo más adelante, a unos cinco metros de la Chevrolet, divisé el cuerpo de un hombre joven yaciendo en un charco de sangre negruzca, que empezaba a deslizarse lentamente hacia los canteros de cardenales cubiertos de tierra y rocío. Confieso que tiritaba de miedo; no podía controlar mi barbilla, que temblequeaba peor que la de un vejete cuando el milico nos hizo señas de que avanzáramos y nos permitió el paso.
Seguí de largo hasta Walker Martínez y en una curva del canal eché al agua, una por una, todas mis molotov y las pilas de panfletos que me había entregado mi punto una semana atrás. Después me vine hasta la casa de mi hermana casada y dejé allí el Fiat, para que lo recogiera mi papá. Desde un teléfono público llamé a mi contacto para que me dieran un lugar seguro. A esa hora, Jorge Luis Borges era condecorado por Pinochet en el Diego Portales y, según sus propias palabras, sintió pena por ese señor que estaba tan solo en el poder y que tenía un sufrimiento interior tan grande. Borges recordó a sus antepasados guerreros y compartió con el general el íntimo placer de evocar la gloria común, la lucha por la independencia y la hombría de los soldados.
Al Chico se lo llevaron a Villa Grimaldi. Durante una semana le sacaron la cresta para que no fuera a arrepentirse de colaborar y pasó el resto de la dictadura identificando compañeros de universidad y achacándole militancias a Pedro, Sancho y Diego. Nunca más volvió a ver su ejemplar del Aleph y, según tengo entendido, el 85 se fue a Canadá en busca de una nueva vida.

miércoles, 2 de enero de 2008

Fuegos de artificio


Happy new year! Los mejores fuegos artificiales los pone, quién podría discutirlo, el volcán Llaima. Nuestra amada Tierra sacude el lomo y los parásitos sobre ella nos aterramos y ponemos pies en polvorosa. La soporífica e ineficiente directora de la Onemi reemplaza las llamaradas infernales del Llaima. apago el tevé. Natura nos concede la oportunidad de este espectáculo maravilloso que, como caja de Pandora, cada cierto tiempo se cobra la vida de algún vulcanólogo deslumbrado. Siempre admiré a Haroun Tazzieff, quien murió en su ley, devorado por las entrañas ardientes del planeta que lo llamaban seductoras. Chile, que no puede ser más que paleto y prosaico, entra en pánico una vez más y evacúa de la zona la friolera de 53 personas. 53,vaya multitud! La Vieja Madre pega sus zarpazos para recordarle al hombre que no es más que un estornudo, un estado viral, en su larga existencia.
El terremoto del 60 destruye una gran zona, revista Vea aprovecha de vender más ejemplares, alguien se roba el abrigo de pieles de Vivian Leigh, no hay tevé que permita el llanterío de los afectados, de manera que todo luce como es: un drama de gran envergadura. cincuenta años después, la zona es un paraíso para las aves. Con suerte, otro terremoto termina con la planta de Celco y las deja felices de nuevo.Feliz año nuevo, cisnes, regresen a Valdivia.

miércoles, 26 de diciembre de 2007

feliz navidad

No se por qué esto de feliz navidad tiene sabor a José Feliciano, seguramente para quitarme de la boca el deprimente sabor de la misa, una hora de clase media chilensis sin educación, atropellándose y parloteando en los templos saturados, con niños que gritan, lloriquean y juegan a la pelota. La clásica llamada al cretino(a) del celular, un perro curioso que olfatea desde la puerta, los cuidadores de autos hacen su agosto en la próxima esquina y por lo menos tres vecinos cercanos que infructuosamente intentan sacar sus automóviles sin chocar con el cristiano que se estacionó en su salida. Viva Chile posmierdamoderno.

domingo, 23 de diciembre de 2007

Ética del joven postulante


-¡Riiiing!
El joven postulante salta en la cama, extiende la mano buscando la mesita de noche, la oscuridad es total. Bota un par de cosas y manotea por arriba de libros y botellas, calcetas sucias y frascos de pastillas. Nuevos manotazos, otra cosa que cae y claro, ahora el ring le llama desde el piso. Tantea en las profundidades, flush, voltea la cerveza que no terminó, ¡eureka!, pesca y apaga la alarma del maldito teléfono. Está mojado, pero su pantalla parpadea débilmente todavía; lo seca con la sábana y se tapa la cabeza con ella., ¡Demonios, está mojada también! Fría, brrr, huele a orina de gato. El joven postulante la descarta y se sumerge entre las cobijas; todavía puede dormir media hora, seguramente hay una fila de ingenuos esperando desde ayer que se abra la oficina y además, ¿qué posibilidades tiene de conseguir el utópico trabajo? ¿0.1%? La última vez ni siquiera llegó a la ventanilla.
-Toc toc toc.
Madre, queridísima Madre, no hay cómo librarse de ella.
El joven postulante se hace el loco, pero Madre insiste, “¡Pablo!”, llama; abre la puerta, invade su habitación, tropieza con la ropa que él le dejó ayer a la entrada, le evoca en términos poco afectuosos, patea la bandeja, le manda de frentón a la mierda, y esta vez, grita:
-¡Pablo!
Él pretende que duerme mal, se queja, se da vueltas en la cama como si hubiera tomado una dosis hace poco y no pudiera coordinar, pero ella está decidida; patea sus libros, se enreda en el bulto de ropa otra vez, se agarra de la cama justo a tiempo para no caer, le dedica un último adjetivo lleno de ternura materna y cuando él ya cree que se rindió, da con la lámpara y enciende la luz.
-¡Pablo, levántate! ¡Hasta cuándo vas a estar acá, flojo, inútil, volando todas las noches, sin hacer ni la cama, nadando en ropa sucia; esto está hediondo, mira, diste vuelta una botella, última vez que te lo digo, si no te vas a fin de mes, yo misma llamo al Comisario de Población y Residencia para que te eche!
Vanas amenazas, si no fuera por el imbécil del comisario hace tiempo que Madre le habría echado. Al gobierno no le conviene aumentar la tasa de joumles y no tiene, por lo demás, interés alguno en sacarle de ahí. Si todos los cesantes que viven con sus padres entraran mañana en las estadísticas se les iba al diablo la reelección.
Pero bueno, madre hay una sola, y la suya es de las peores. El joven postulante se levanta, se traga un reanimador y se mete al baño. Madre no es de aquellas que se dan por vencidas fácilmente. La experiencia enseña y todavía viene detrás de él con su cantinela y dále que bla, bla, bla. Le cierra la puerta en las narices y desde adentro todavía escucha el rosario matinal. Abre la llave del agua y elimina molestias. Derrotada Madre, en el pasillo reina el silencio. Aliviado, respira a todo pulmón.
¡Guác! Maridito del alma número tres anduvo por aquí antes que él, lástima que Madre le tiene cercado, imposible abrir la puerta. Al joven postulante no le queda otra que envolverse la cabeza en la toalla –empapada, como era de esperar- y mirarse al espejo.
Horror, desiste de inmediato. Está peor que nunca, la droga de anoche era demasiado dura y le ha dejado la cara hinchada, la piel cenicienta y las ojeras hasta los pies. Ojalá el reanimador funcione luego o le dará una pésima impresión a la comisión seleccionadora. Se baja los calzoncillos, se sienta en el excusado y deja una nueva dosis tóxica al próximo que se atreva a entrar. En su fuero interno, el joven postulante desea que la víctima sea Número tres, aunque Madre se lo tendría bien merecido también. Vieja vaca.
No hay agua caliente; o le apagaron el gas o nadie pagó la cuenta, seguramente, lo primero, Número tres odia el agua helada. El joven postulante se lava cara y manos, se seca y peina con esmero. Se sanitiza con una nube del desodorante favorito de Número tres. Ahora puede enfrentar su imagen sin recaer en la depresión. Deprimente espectáculo, by the way, pero sus breves abluciones lo han mejorado ligeramente. Abandona el baño, regresa a su covacha. Con un par de patadas pone orden sobre el piso enviando ropa, libros y platos sucios bajo la cama. Se viste con su traje de solicitar empleo -obligada sugerencia de Madre-, se cubre la boca con la mascarilla, recupera los reanimadores que está olvidando sobre la mesita de noche -con ellos en el bolsillo se siente casi bien-, abre la puerta silenciosamente, asoma la cabeza al pasillo, constata que no haya moros en la costa; sale de puntillas, cierra la puerta del departamento tras de sí con un leve clic y ya está en la intemperie.
El corredor está vacío, seguramente ya es demasiado tarde para la horda laboral y si ha de creerle a su teléfono casi lo es también para la otra, aquella que quiere formar parte de la primera. Un viento de los mil demonios revoluciona nuestra mezcla tóxica respiratoria de cada día por la calle donde la lluvia ácida insiste en su diaria tarea de carcomer el concreto. Muy arriba, sobre la capa de smog e invisible a sus ojos, rondan ya los cópteros espías.
¡Bella mañana de abril en su urbe asignada! Aspirantes tan retrasados como él se apresuran en dirección a las oficinas del comisariato. En la esquina, nuevo estruendo anuncia el cotidiano accidente. Ululan las alarmas y la consabida voz digital invita a los transeúntes a cambiar de ruta para no entorpecer la acción de la policía. Obediente, el joven postulante se une al rebaño para cruzar a la otra acera tratando, sin embargo, de no perderse el espectáculo sangriento e hipnótico de tres vehículos destrozados y una mujer agonizando sobre el volante mientras un niño de pocos años chilla desesperado en el asiento trasero.
Suspendido el tráfico en la zona no tiene más alternativa que caminar hasta el Metro. Dos kilómetros de smog y lluvia azufrosa en compañía de una veintena de postulantes, cinco de los cuales tienen más aspecto de asaltantes que de buscadores de empleo. Conscientes de su poco edificante aspecto, todos ellos espían sus imágenes en las vitrinas vacías de los Grandes Almacenes. El joven postulante se atisba por el rabillo del ojo; Madre tenía razón, su traje le está quedando estrecho. Quizás ya sea tiempo de comprar otro.
Por los corredores del metro, una multitud aborregada se desplaza arriba y abajo por las escaleras mecánicas. Ya en el interior, un concierto de gruñidos sincroniza la batalla de codazos y pisotones conque todos se ayudan para alcanzar el andén. La manada humana ha generado una capa de hedor espesa como el aceite, que impregna glándulas olfatorias y ropas sin compasión. ¿Quién dijo que la vida en el planeta no es nada democrática?
El tren llega con su habitual bramido y la no menos usual media docena de derrotistas revolucionarios se arroja a las vías con la esperanza del arrollamiento pintada en la cara. La multitud que aguarda en el andén esboza su primer gesto de interés en lo que va del día. Para frustración de los espectadores, las maniobras de rescate entran en acción de inmediato: tres de los rebeldes son salvados por la red anti-suicidios, uno es rescatado por un guardia, un quinto llora por que quedó fuera de alcance del convoy y los restos del sexto, único en lograr su objetivo, son barridos por las aspas eliminadoras justo a tiempo para seguir con la rutina. El andén huele a sangre y carne achicharrada, pero las bombas de limpieza ya están clorando las vías para extraer hasta el último rastro del suicida.
Se comenta por lo bajo que los procedimientos han tenido un progreso notable desde la llegada del nuevo Presidente. Un pelotón de guardias aparecidos de la nada, hace los arrestos de rigor y se retira en compañía de los cinco prisioneros. Todos los demás, gente como él, normal, común y corriente, pueden al fin abalanzarse hacia el tren ofreciendo batalla sin cuartel a aquellos que intentan abandonarlo. En esto, pocos son tan buenos como el joven postulante quien en pocos segundos se encuentra dentro del vagón, justo frente a una senescente histérica que insiste en golpearle el pecho con los puños enguantados en látex y exigirle que la deje bajar. La mujer ha gritado tanto que tiene empapada de saliva la mascarilla protectora. Su sola imagen le asquea y le obliga a voltear la cara. A sus espaldas, la mujer sigue gritando sin que nadie le preste atención.
Ya es tarde; chicharrea la alarma, se cierran las puertas y aquí va en dirección al Comisariato de Población, Ocupación y Residencia. ¡Este día promete, capaz que alcance a ser entrevistado!

Una larga fila de postulantes rodea la manzana del Comisariato. El joven postulante da un par de vueltas aquí y allá buscando algún conocido con buena ubicación y más o menos en el número cincuenta reconoce a la chica rubia que se tiró hace un par de meses debajo de la escalera del Comisariato. Todavía no ha encontrado nada al parecer.
-Hola –jadea- llegué a tiempo.
Se cuela entre ella y el tipo esmirriado y pálido que viene detrás. Ella no dice nada, pero se queda mirándole con la boca abierta. Aprovecha para meterle un reanimador y se zampa uno también. El desempleado paliducho mira para otro lado y la rubia, que ya le ha ubicado en su disco duro, se le restriega en las piernas como si fuera una gata. ¡Estos reanimadores de última generación son increíbles! Se ponen de acuerdo para encontrarse a la salida.
La rubia no está nada de mal, la verdad. El postulante casi no la recordaba. Busca un preservativo en los bolsillos y cae en cuenta de que los ha olvidado en su habitación. Qué imbécil, se recrimina.
-Olvidé los preservativos –confiesa.
-No importa, yo tengo.
Esta chica es lo máximo. Se besan y excitan mutuamente. La muchacha le hace sentir muy bien, quizás sería bueno que se citaran en su casa para algo más prolongado. Hace ya mucho tiempo que el joven postulante tuvo su último encuentro físico y aunque para todos los efectos el mantener una novia formal sea absolutamente reprobable, el sólo hecho de sostener una relación ilegal le provoca aún más.
Los ágiles empleados del comisariato ya han comenzado a atender al público y la fila se desplaza como un caracol cuadraplégico por la vereda cubierta de papeles, colillas y escupitajos. Los postulantes comen, se drogan, manosean y quejan para aliviar el tedio de la espera. Un verdadero batallón de informales los abruma con ofrecimientos de todo tipo: bebidas heladas y calientes, hamburguesas sintéticas, todo tipo de drogas y bocadillos salados. Entretanto, la chica rubia hace un trabajo excelente, cuando llegan a la mitad del camino le tiene tan loco que es casi incapaz de seguir esperando.
-Vamos a terminar –propone.
-¡Estás loco! – le enfría la chica rubia-. Nos robarían el lugar y estoy aquí desde ayer.
-¿Cómo te llamas?
-Lucía –responde- ¿No te acuerdas?
Claro, la vez anterior también se lo preguntó. Se besan más calmados. Ella le cuenta que quiere un trabajo de mesera. Se ha conseguido una recomendación con un funcionario que se acuesta con su madre, pero no le aclara si hay trío de por medio. El interés del postulante crece; se pregunta si la chica rubia podrá conseguir una para él, quizás a su madre le gusten más jóvenes y logren un arreglo. Es de esperar que el conjunto no incluya al funcionario, hay cosas a las que verdaderamente le ha costado acostumbrarse. Las lesbianas, pase, pero no quiere nada con homosexuales, ni siquiera con la esperanza de un puesto en la Cancillería. Madre todavía le echa en cara el cupo conseguido por Maridito del Alma Número Dos –QEPD- que el joven postulante declinó en forma perentoria cuando supo que incluía los ya consabidos favores personales al Primer Secretario de la Embajada en Beluchistán.

Casi a las cinco de la tarde, el postulante regresa a la calle algo deslumbrado por los restos de luz natural para descubrir que la chica rubia le está esperando.
-¡Lo tengo! –larga ella entusiasmada.
-¿Qué cosa?
-El puesto, empiezo en una semana, en el Café Molecular. ¿Y tú?
Él dice algo sobre un ofrecimiento en el Departamento de Aseo del Hospital para Senescentes en Vías de Desprogramación, pero su voz resulta poco convincente. La chica rubia está tan contenta que le obliga a ver el lado bueno de las cosas. En dos semanas, promete, el funcionario que duerme con su madre le habrá conseguido algo mejor, quizás hasta de encargado del Café Molecular. ¿No sería encantador trabajar juntos?
Trabajar juntos y mantener una relación sería casi pornográfico, piensa el postulante. La situación es tan ilegal que le excita terriblemente. La chica rubia lo invita bajo la escalera del Comisariato, pero esta tarde él quiere mucho más. Ella ofrece su departamento, con la salvedad de que él tendría que pagar algo para que el encuentro adquiera visos de legitimidad. Si no tiene dinero, no importa, ella misma puede facilitarlo y, en tal caso, el joven postulante prestaría el servicio.
La solución les acomoda a ambos. En el primer cajero disponible se efectúa la transacción y ahora que los trámites legales están cubiertos la tensión nerviosa disminuye. Están casi a un paso del Metro y ella sólo vive a dieciocho estaciones de allí, lo que significa que él podría regresar temprano a casa.
Al joven postulante le encanta que ella sea tan buena como él para desplazarse en el Metro. No es fácil manejarse en horario de salida. La multitud huele aún peor que en la mañana y sus rostros avinagrados por la jornada laboral son apenas un anticipo de la dureza de sus codazos y lo peligroso de sus pisotones. Sin embargo, para el joven postulante y la chica rubia esto es pan comido. En apenas veinte minutos ya están en primera fila del andén; al parecer, el tren viene más retrasado de lo habitual.
Se besan y manosean con entusiasmo. Ella le muerde la oreja y empieza a musitarle cochinadas al oído. De pronto, el postulante cree no haber entendido.
-Soy una rebelde…-susurra la chica rubia.
Él trata de entender qué quiso decir la chica en verdad, pero no será necesario. Ella ha decidido ser más explícita.
-Siempre soñé encontrar a la persona con la que me arrojaría al tren –se confiesa.
El joven postulante entra en pánico. ¿Es esto una treta para excitarlo más o la chica rubia pertenece verdaderamente a esa manga de chiflados y terroristas?
La chica no da pie para equivocaciones.
-He ido al Comisariato por dos años y esta es la primera vez que consigo un tipo para que salte conmigo.
El postulante desespera. Ella lo tiene fuertemente agarrado de la cintura y es casi seguro que cuando llegue el tren lo arrastrará a los rieles. La chica rubia parece fuerte, no tendrá dificultad para hacerlo. En el cerebro del joven postulante se suceden las imágenes vertiginosamente. La chica rubia que salta, el grito de pánico de los dos, media docena de entusiastas que siguen su ejemplo, el chirrido de los frenos del convoy que se les viene encima, el golpe, la sangre, el ardor del acero caliente sobre su piel y sus huesos.
-Esto es lo más caliente que he vivido –susurra el joven postulante.
Ella se desprende y lo mira a los ojos. Su mirada azul brilla romántica y emocionada.
-Te amo –musita.
El postulante está consciente de que esas palabras son suficientes para ser arrestados. Cualquier pasajero en dos metros cuadrados las ha escuchado ya y podría llamar un guardia con vistas a un par de cupos extra en el tren.
-Estás preciosa y me haces muy feliz – continúa.
El andén tiembla y el estruendo del convoy entrando en la estación le dice que queda poco tiempo. La chica rubia ha sacado un pañuelito con borde de encajes y se seca una lágrima furtiva. A él todo esto le parece, además, algo cursi. Se han tomado de la mano, ya listos para el salto final. El tren recorre los últimos metros jadeando como monstruo enfermo, cinco, cuatro, tres, dos…
-¡Rebelde terrorista! –grita desesperado.
Simultáneamente, el joven postulante empuja a la chica rubia hacia las vías del tren. La boca de la chica rubia es una O mayúscula, perfecta y estupefacta. Su cuerpo delgado y juvenil volotea en el aire por sólo un segundo antes de desaparecer bajo la máquina. En el andén, todo está en frenético movimiento: los guardias alertados por el joven postulante corren hacia el borde y los pasajeros que aguardan el tren se apretujan en dirección contraria. Media docena de derrotistas revolucionarios se arrojan a los rieles. Las redes se activan a tiempo de rescatar a tres de ellos. Cuando el tren se detiene, las aspas eliminadoras barren los restos de la chica rubia y sus cómplices. Huele a sangre y carne quemada.
Se hacen los arrestos de rigor. El joven postulante, en su calidad de testigo, es invitado a declarar a favor de la Fiscalía Antiterrorista. La multitud está molesta por el retraso y aborda el convoy en forma más agresiva que de costumbre. El joven postulante reemprende el camino a la superficie en compañía de los guardias. La Fiscalía, le asegura uno de ellos, tiene especial atención con los ciudadanos responsables, como él, y es casi seguro que le podrían conseguir un cupo a la brevedad. Quizás aquí mismo, en el Metro.
Allá abajo, las bombas limpiadoras han retomado su tarea. Un fuerte olor a cloro borra el rastro de la sangre y los vapores suben por la escalera mecánica detrás del pequeño grupo. Al joven postulante le molesta el olor, sus ojos arden y una lágrima furtiva le asoma sin querer.